西語閱讀:《一千零一夜》連載三十八 3

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Schahrazada dijo:
    “Y llegando a su cueva, se sumer­gió en sombrías reflexiones acerca de lo que debía hacer para vengar lo que debía ser vengado. En cuanto a Morgana, que acababa de salvar la casa de su dueño y las vidas de cuantos habitaban en ella, una vez que se hubo dado cuenta de que con la huida del mercader de aceite ha­bía desaparecido todo peligro, espe­ró tranquilamente a que amaneciera para ir a despertar a su dueño Alí Babá. Cuando éste se hubo vestido, sorprendido de que se le despertara tan temprano sólo para ir al baño, Morgana le llevó ante las tinajas y le dijo: “¡Oh, mi dueño! ¡Levanta la primera tapa y mira dentro!” Alí Babá, al hacerlo, se horrorizó y Mor­gana se apresuró a contarle cuanto había pasado, sin omitir un detalle, mas no es útil repetirlo aquí; e igual­mente le contó la historia de las marcas blancas y rojas de las puer­tas, pero tampoco es de utilidad re­petirla.
    Cuando Alí Babá hubo escucha­do el relato de su esclava, lloró de emoción, y, estrechando a la jo­ven con ternura contra su corazón, le dijo “¡Bendita hija y bendito el vientre que te llevó! Ciertamente que el pan que has comido en está casa no ha sido comido con ingratitud. ¡Eres mi hija y la hija de la madre de mis hijos y de ahora en adelan­te serás mi primogénita!”, y conti­nuó diciéndole palabras amables, agradeciéndole su sagacidad y va­lentía. Después de esto, Alí Babá, ayudado por Morgana y el esclavo Abdalá, procedió al entierro de los ladrones, cuyos cuerpos, tras pensar­lo mucho, decidió enterrar en una fosa enorme que cavaría en el jar­dín, haciéndolo él mismo para no llamar la atención de los vecinos. Así es como se desembazaró de aque­lla gente maldita.
    Muchos días transcurrieron en ca­sa de Alí Babá en medio del rego­cijo y de la alegría, menudearon los comentarios sobre los detalles de aquella aventura prodigiosa y dando gracias a Alah por su protección. Morgana era mas querida que nunca y Alí Babá junto con sus dos esposas e hijos, se esforzaba en darle mues­tras de su agradecimiento y amistad.
    Un día el hijo mayor de Alí Babá, que era quien regía la antigua tien­da de Kasín, dijo a su padre: “Padre mío, no sé qué hacer para agradecer a mi vecino el mercader Hussein to­das las atenciones con que me abru­ma desde su reciente instalación en el mercado. He aquí que ya he acepta­do en cinco ocasiones participar, de su comida del mediodía, sin ofrecerle nada en cambio. ¡Oh padre! Yo de­searía invitarle aunque no fuese más que una sola vez y resarcirle de to­das sus atenciones con un festín sun­tuoso y único, ya que convendrás en que es conveniente agasajarle debi­damente, en justa correspondencia, a las atenciones que ha tenido para conmigo.”
    Alí Babá, rspondió: “¡Hijo mío, ciertamente ése es el mas gran­de de los deberes! Tendrás que de­jarlo todo a mi cargo y no preo­cuparte por nada. Precisamente, ma­ñana viernes, día de descanso, lo aprovecharás para invitar a tu veci­no Hussein a venir a tomar con nos­otros el pan y la sal, y si por dis­creción busca algún pretexto, no te­mas insistir y tráele a nuestra casa, en la que espero que encuentre un agasajo digno de su generosidad.”
    A la mañana siguiente, después de la oración, el hijo de Alí Babá invitó a Hussein, el mercader que reciente­mente se había instalado en el mer­cado, a dar un paseo. En compañía de su vecino, dirigió sus pasos precisamerae hacia el barrio donde es­taba su casa. Alí Babá, que los esperaba en el umbral, se acercó a ellos con rostro sonriente y después de saludarlos, expresó a Hussein su gratitud por las deferencias que te­nía para con su hijo y le invito cor­dialmente a que entrase en su casa a descansar y a compartir con su hijo y con él, la comida de la tarde, y añadió: “¡Bien sé que haga lo que haga, no podré recompensar las aten­clones que has tenido con mi hijo, pero, en fin, espero que aceptes el pan y la sal de la hospitalidad!”
    Hussein respondió: “¡Por Alah, oh mi dueño! Tu hospitalidad es gran­de ciertamente, pero ¿cómo puedo aceptarla si tengo hecho juramento de no probar nunca alimentos sazo­nados con sal y de no probar jamás ese condimento?” Alí Babá, respon­dió: “No tengo más que decir una palabra en la cocina y los alimen­tos serán preparados sin sal ni nada parecido.” Y de tal modo instó al mercader; que le obligó a entrar en su casa. Rápidamente corrió a preve­nir a Morgana para que no echara sal a los alimentos y prepararan las viandas, rellenos y pasteles, sin la ayuda de aquel condimento. Morga­na, muy sorprendida por el horror de aquel huésped hacia la sal, no sa­biendo a qué atribuir un deseo tan extraño comenzó a reflexionar so­bre el asunto, pero no olvidó preve­nir a la cocinera negra de que debía atenerse, a la orden de su dueño Alí Babá..
    Cuando la comida estuvo lista, Morgana la sirvió en los platos y ayudó al esclavo Abdalá a llevarla a la sala del festín, y, como era de natural muy curiosa, de vez en cuan­do echaba una ojeada al huésped a quien no le gustaba la sal.
    Cuando la comida terminó, Morgana se retiró para dejar a su dueño conversar a gusto con su invitado. Al cabo de una hora la joven entró nuevamente en la sala, y, con gran sorpresa de Alí Babá, ataviada co­mo una danzarina: la frente adorna­da con una diadema de zequíes de oro, el cuello rodeado por un collar de ámbar, el talle ceñido con un cinturón de mallas de oro, y brazale­tes de oro con cascabeles en las mu­ñecas y tobillos, según la costumbre de las danzarinas de profesión. De su cintura colgaba el puñal de em­puñadura de jade y larga hoja que sirve para acompañar las figuras de la danza. Sus ojos de gacela enamo­rada, ya tan grandes de por sí y de tan profunda mirada, estaban pintados con kohl negro hasta las sienes, lo mismo que sus cejas, alargadas en amenazador arco. Así ataviada y adornada, avanzó con pasos medi­dos, erguida y con los senos enhies­tos. Tras ella entró el joven esclavo Abdalá llevando en su mano dere­cha, a la altura de la cintura, un tambor sobre el que redoblaba muy lentamente, acompañando los pasos de la esclava.
    Cuando Morgana llegó ante su dueño, se inclinó graciosamente y sin darle tiempo a recuperarse de la sorpresa que le había producido aquella entrada inesperada, se vol­vió hacia el joven Abdalá y le hi­zo una ligera seña. Súbitamente, el redoble del tambor se aceleró Morgana bailó ágil como un pa­jaro, todos los pasos imaginables, dibujando todas las figuras, como lo hubiese hecha en el palacio de los reyes una danzarina de profe­sión. Danzó como sólo pudo ha­cerlo ante Seúl, sombrío y triste, Da­vid, el pastor. Bailó la danza de los velos, la del pañuelo, la del bastón, las danzas de los judíos, de los grie­gos, de los etíopes, de los persas y de los beduinos, con una ligereza tan maravillosa que, ciertamente, sólo Balkin, la amante reina de Solimán, hubiese podido hacerlo igual.
    Terminó de bailar sólo cuando el corazón de su dueño, el hijo de su dueño y el del mercader invitado de su amo cesaron de latir y la con­templaron con ojos arrobados. En­tonces, comenzó la danza del puñal; en efecto, sacando de improviso el puñal de su funda de plata, ondu­lante por su gracia y actitudes, dan­zó al ritmo acelerado del tambor, con el puñal amenazador, flexible, ardiente, salvaje y como sostenida por alas invisibles.
    La punta del arma tan pronto se dirigía contra algún enemigo invisible como hacia los bellos senos de la exaltada adolescente. En aquellos momentos, la concurrencia profería un grito de alarma, tan próximo pa­recía estar el corazón, de la danza­rina de la punta mortífera del arma, pero poco a poco el ritmo del tambor se hizo más lento y le atenuó su re­doble hasta el silencio completo, y Morgana cesó de bailar.
    La joven se volvió hacia el es­clavo Abdalá, quien a una nueva señá, le arrojó el tambor que ella atrapó al vuelo, y se sirvió de él para tenderlo a los tres espectado­res, según la costumbre de las bai­larinas, solicitando su dádiva. Alí Babá, aunque molesto en un princi­pio por la inesperada entrada de su esclava, pronto se dejó ganar por tanto encanto y arte y arrojó un di­nar de oro en el tambor. Morgana se lo agradeció con una profunda re­verencia y una sonrisa y tendió el tambor al hijo de Alí Babá, que no fue menos generoso que su padre. Llevando siempre el tambor en la mano izquierda, lo presentó al hués­ped a quien no le gustaba la sal. Hussein tiró de su bolsa y se dispo­nía a sacar algún dinero para aque­lla bailarina codiciable, cuando de súbito Morgana, que había retroce­dido dos pasos, se abalanzó contra él como un gato salvaje y le clavó en el corazón el puñal que blandía en la diestra. Hussein con los ojos fuera de las órbitas, medio exhaló un suspiro, y, cayendo de bruces sobre el tipaz, dejó de existir. Alí Babá y su hijo, en el colmo del espanto y de la indignación, se lan­zaron hacia Morgana, que tembloro­sa por la emoción, limpiaba su pu­ñal en el velo de seda y como la creyesen víctima del delirio y de la locura, la asieron de las manos para quitarle el arma, pero ella con voz tranquila, les dijo: “¡Oh amos míos! ¡Alabemos a Alah que ha dirigido el brazo de una débil joven, para así castigar al jefe de vuestros enemi­gos! ¡Ved si este muerto no es el mercader de aceite, el capitán de los ladrones, el hombre que no quiso probar la sal de la hospitalidad!”
    Mientras hablaba, despojó de su manto al cuerpo caído, y mostró ba­jo sus largas barbas, al enemigo que había jurado su destrucción. Cuan­do Alí Babá reconoció en el cuerpo inanimado de Hussein al mercader de aceite dueño de las tinajas y jefe de los bandidos, comprendió que por segunda vez debía su vida y la de su familia a la adhesión atenta y al coraje de la joven Morgana, por lo que abrazándola, con lágrimas en los ojos; le dijo: “¡Oh Morgana, hi­ja mía! Para que mi dicha sea com­pleta, ¿quieres entrar definitivamente en mi familia como esposa de mi hijo, ese bello joven que aquí está con nosotros?” Morgana besó la ma­no de Alí Babá y respondió: “Aca­to y obedezco.”
    El matrimonio de Morgana con el hijo de Alí Babá se celebró sin tardanza ante el kadí y los testigos, en medio de gran alegría y rego­cijo. El cuerpo del jefe de los han­didos, ¡que, él sea maldito!, se en­terró en secreto en la fosa común que había servido de sepultura a sus antiguos compañeros.
    En este momento, Schahrazada vio que amanecía y, discreta, se calló.
    PERO CUANDO LLEGO LA 860 NOCHE
    Dijo Schahrazada:
    “Después del matrimonio de su hijo, Alí Babá escuchaba atentamen­te las opiniones de Morgana, y, si­guiendo sus consejos, durante algún tiempo se abstuvo de volver a la ca­verna por temor de encontrar a los dos bandidos restantes, cuya muerte ignoraba, y que en realidad, como tú sabes, rey afortunado, habían sido ejecutados por orden de su capitán.
    Hasta que pasó un año no estuvo tranquilo a ese respecto, pero una vez hubo transcurrido ese tiempo se decidió a visitar la caverna en com­pañía de su hijo y de la avisada Mor­gana. Ésta, que durante el camino no dejó de observar cuanto veía, al llegar a la roca se apercibió de que los arbustos y las grandes hierbas obstruían por completo el sendero que rodeaba a aquélla y que, por otra parte, en el suelo no había ras­tro de pisadas humanas ni huella al­guna de caballos, por lo que, dedu­ciendo que desde mucho tiempo atrás nadie debía haberse acercada a aquellos parajes, dijo a Alí Babá: “¡Oh tío mío! ¡No hay inconvenien­te; podemos entrar sin peligro!” Alí Babá extendió las manos hacia la puerta de piedra y pronunció la fórmula mágica, diciendo “¡Sésamo, ábrete!” Lo mismo que otras veces, la huerta obedeció como si fuese mo­vida por servidores invisibles y se abrió dejando paso libre a Alí Babá, a su hijo, y a la joven Morgana. El antiguo leñador comprobó que, en efecto, nada había cambiado desde su última visita al tesoro; por lo que se apresuró a mostrar a Morgana y a su hijo las fabulosas riquezas, de las que era él único dueño.
    Una vez que vieron cuanto había en la caverna, llenaron de oro y pe­drería tres sacos grandes que habían llevado con ellos y, volviendo sobre sus pasos, después de pronunciar la fórmula de apertura, salieron de la cueva.
    Dese entonces vivieron con tran­quilidad, usando con moderación y prudencia las riquezas que les había otorgado el Generoso, que.es el úni­co grande. Así es como Alí Babá, el leñador propietario de tres asnos por toda fortuna, llegó a ser, gra­cias a su destino, el hombre más rico y respetado de su ciudad natal.
    ¡Gracias a Aquel que da sin medi­da a los humildes de la tierra! He aquí, ¡oh rey afortunado! -continuó diciendo Schahrazada-; lo que sé de la historia de Alí Babá y los cua­renta ladrones, pero ¡más sabio es Alah!
    El rey Schahriar dijo:
    -Ciertamente, Schahrazada, que ésta es una historia asombrosa, pues la joven Morgana no tiene par en­tre las mujeres de hoy. Bien lo sé yo, que me vi obligado a cortar la cabeza de todas las desvergonzadas de mi palacio.