西語閱讀:《一千零一夜》連載三十六 3

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Entonces Aladino frotó el anillo mágico qué llevaba al dedo, y dijo al efrit que se presentó: “¡Oh efrit del anillo! ¿conoces las diversas especies de polvos soporíferos?” El efrit con­testó: “Es lo que mejor conozco!” Aladino dijo: “¡En ese caso te or­deno que me traigas una onza de bang cretense, una sola toma del cual sea capaz de derribar a un ele­fante!” Y desapareció el efrit, pero para volver al cabo de tin momento, llevando en los dedos una cajita, que entrego a Aladino, diciéndole: “¡Aquí tienes ¡oh amo del anillo! bang cretense de la calidad más fi­na!” Y se fue Y Aladino llamó a su esposa Badrú’l-Budur, y le dijo: “¡Oh mi señora Badrú’l-Budur! si quieres que triunfemos de ese mal­dito maghrebín, no tienes más que seguir el consejo que voy, a darte. ¡Y te advierto que el tiempo apremia, pues me has dicho que el maghrebín estaba a punto de llegar para inten­tar seducirte! ¡He aquí, pues, lo que tendrás que hacer!” Y le dijo: “¡Ha­rás estas cosas, y le dirás estas otras cosas!” Y le dio amplias instruccio­nes respecto a la conducta que debía seguir con el mago. Y añadió: “En cuanto a mí, voy a ocultarme en esta arca. ¡Y saldré en el momento opor­tuno!” Y le entregó la cajita de bang, diciendo: “¡No te olvides de lo que acabo de indicarte!” Y la dejó para ir a encerrarse en el arca.
    Entonces la princesa Badrú’l-Budur, a pesar de la repugnancia que tenía a desempeñan el papel consa­bido, no quiso perder la oportuni­dad de vengarse del mago, y se pro­puso seguir las instrucciones de su esposo Aladino. Se levantó, pues, y mandó a sus mujeres que la peinaran y la pusieran el tocado que sentaba mejora su cara de luna, y se hizo vestir con el traje más hermoso de sus arcas. Luego se ciñó el talle con un cinturón de oro incrustado de diamantes, y se adornó el cuello con un collar de perlas nobles de igual tamaño, excepto la de en medio, que tenía el volumen de una nuez; y en las muñecas y en los tobillos se puso pulseras de oro con pedrerías que casaban maravillosamente con los colores de los demás adornos. Y perfumada y semejante a una hurí escogida, y, más brillante que las rei­nos y sultanas más brillantes, se mi­ró enternecida en su espejo, mientras sus mujeres maravillábanse de su belleza y prorrumpían en exclama­ciones de admiración. Y se tendió perezosamente en los almohadones, esperando la llegada del mago.
    No dejó éste de ir a la hora anun­ciada. Y la princesa, contra lo que acostumbraba, se levantó en honor suyo, y con una sonrisa le invitó a sentarse juntó a ella en el diván. Y el maghrebín, muy emocionado por aquel recibimiento, y deslumbrado por el brillo de los hermosos ojos que le miraban y pon la belleza arre­batadora de aquella, princesa tan deseada, sólo permitió sentarse al borde del diván por cortesía y defe­rencia. Y la princesa, siempre son­riente, le dijo: “¡Oh mi señor! no te asombres de verme hoy tan cam­biada, porque mi temperamento, que por naturaleza es muy refractario a la tristeza, ha acabado por sobre­ponerse a mi pena y a mi inquietud. Y además, he reflexionado sobre tus palabras con respecto a mi esposo Aladino, y ahora estoy convencida de que ha muerto a causa de la te­rrible cólera de mi padre el rey. ¡Lo que esta escrito ha de ocurrir! Y mis lágrimas y mis pesares no darán vi­da a un muerto. Por eso he renun­ciado a la tristeza y al duelo y he resuelto no rechazar ya tus propo­siciones y tus bondades. ¡Y ese es el motivo de mi cambio de humor!” Luego añadió: “¡Pero aun no. te he ofrecido los refrescos de amistad!” Y se levantó, ostentando su deslum­bradora belleza, y se dirigió a la mesa grande en que estaba la ban­deja de los vinos y sorbetes, y mien­tras llamaba a una de sus servido­ras para que sirviera la bandeja, echó un poco de bang cretense en la co­pa de oro que había en la bandeja. Y el maghrebín no sabía cómo dar­le gracias por sus bondades. Y cuan­do se acerco la doncella con la ban­deja de los sorbetes, cogió él la capa y dijo a Badrú’l-Budur: “¡Oh prin­cesa! ¡por muy deliciosa que sea está bebida no podrá refrescarme tanto como la sonrisa de tus ojos!” Y tras de hablar así se llevó la co­pa a los labios y la vació de un solo trago, sin respirar. ¡Pero al instante fue a caer sobre el tapiz con la ca­beza antes que con los pies, a las plantas de Badrú’l-Budur!
    Al ruido de la caída Aladino lan­zó un inmenso grito de triunfo y salió del armario para correr en se­guida hacia el cuerpo inerte de su enemigo. Y se precipito sobre él, le abrió la parte superior del traje y le sacó del pecho la lámpara que estaba allí escondida. Y se encaró con Badrú'l-Budur; que acudía a be­sarle en el límite de la alegría, y le dijo: “¡Te ruego que me dejes solo, otra vez! ¡Porque ha de terminarse hoy todo!” Y cuando se alejó Ba­drú'l-Budur, frotó la lámpara en el sitio que sabía, y al punto vio aparecer al efrit de la lámpara, quien, después de la fórmula acostumbra­da, esperó la orden. Y Aladino le dijo: “¡Oh efrit de la lámpara! ¡por las virtudes de esta lámpara que sir­ves, te ordeno que transportes este palacio, con todo lo que contiene, a la capital del reino de la China, situándolo exactamente en el mismo lugar de donde lo quitaste para traer­lo aquí! ¡Y hazlo de manera que el transporte se efectúe sin conmoción, sin contratiempo y sin sacudidas!” Y el genni contestó: “¡Oír es obede­cer!” Y desapareció. Y en el mismo momento, sin tardar más tiempo del que se necesita para cerrar un ojo y abrir un ojo, se hizo el transporte, sin que nadie lo advirtiera, porque apenas si se hicieron sentir dos li­geras agitaciones, una al salir y otra a la llegada.
    Entonces Aladino, después de comprobar que el palacio estaba en realidad frente por frente al palacio del sultán, en el sitio que ocupaba antes, fue en busca de su esposa Badrú’l-Budur y la besó mucho, y le dijo: “¡Ya estamos en la ciudad de tu padre! ¡Pero, como es de, noche; más vale que esperemos a mañana por la mañana para ir a anunciar al sultán nuestro regreso! Por el mo­mento, no pensemos más que en re­gocijamos con nuestro triunfo y con nuestra reunión, ¡oh Badrú'l-­Budur!” Y como desde la víspera Aladino aun no había comido nada, se sentaron ambos y se hicieron ser­vir por los esclavos una comida su­culenta en la sala de las noventa y nueve ventanas cruzadas. Luego pasaron juntos aquella noche en medio de delicias y dicha.
    Al día siguiente salió de su pala­cio el sultán para ir, según costum­bre, a llorar por su hija en el para­je donde no creía encontrar más que las zanjas de los cimientos. Y muy entristecido y dolorido, echó una ojeada por aquel lado, y se quedó estupefacto al ver ocupado de nuevo el sitio del meidán por el palacio magnífico, y no vacío, como él se imaginaba, Y en un principio creyó que sería efecto de la niebla o de algún ensueño de su espíritu inquie­to, y se frotó los ojos varias veces. Pero como la visión subsistía siem­pre, ya no pudo dudar de su rea­lidad, y sin preocuparse de su digni­dad de sultán echó a correr agitando los brazos y lanzando gritos de ale­gría, y atropellando a guardias y por­teras subió la escalera de alabastro sin tomar aliento, no obstante su edad, y entró en la sala de la bóve­da de cristal con noventa y nueve ventanas, en la cual precisamente es­peraban su llegada, sonriendo, Ala­dino y Badrú’l-Budur. Y al verle se levantaron ambos y corrieron a su encuentro. Y besó él a su hija, derra­mando lágrimas de alegría y en el límite de la ternura; y ella tam­bién.
    Y. cuando pudo abrir la boca y ar­ticular una palabra, dijo: “¡Oh hija mía! ¡veo con asombro que no se te ha demudado el rostro ni se te ha puesto la tez más amarilla, a pesar de todo lo sucedido desde el día en que te vi por última vez! ¡Sin em­bargo, ¡oh hija de mi corazón! debes haber sufrido mucho, y no habrás visto sin alarmas y terribles angustias cómo te transportaban de un sitio a otro con todo el palacio! ¡Porque, nada más que con pensarlo, yo mis­mo me siento invadido por el temblor y el espanto! ¡Daté prisa, pues, ¡oh hija mía! a explicarme el motivo de tan escaso cambio en tu fisonomía, y a contarme, sin ocultarme nada, cuanto te ha ocurrido desde el co­mienzo hasta el fin!” Y Badrú'l-Bu­dur contestó: “¡Oh padre mío! has de saber que si se me ha demudado tan poco el rostro es porque ya he ganado lo que había perdido con mi alejamiento de ti y de mi esposo Ala­dino. Pues la alegría de volver a entre a ambos me devuelve mi frescura y mi color de antes. Pero he sufrido y he llorado mucho, tanto por verme arrebatada a tu afecto y al de mi esposo bienamado, como por haber caído en poder de un mal­dito mago maghrebín que es el causante de todo lo que ha su­cedido, y que me decía cosas des­agradables y quería seducirme des­pués de raptarme. ¡Pero todo fue por culpa de mi atolondramiento, que me impulsó a ceder a otro lo que no me pertenecía!” Y en seguida contó a su padre toda la historia con los menores detalles, sin olvidar nada. Pero no hay ninguna utilidad en repetirla. Y cuando acabó de hablar, Aladino, que no había abierto la boca hasta entonces, se encaró con el sultán, estupefacto hasta el límite de la estupefacción, y le mos­tró, detrás de una cortina, el cuerpo inerte del mago, que tenía la cara toda negra por efecto de la violencia del bang, y le dijo: “¡He aquí al im­postor, causante de nuestra pasada desdicha y de mi caída en desgracia! ¡Pero Alah le ha castigado!”
    Al ver aquello, el sultán, entera­mente convencido de la inocencia de Aladino, le besó muy tiernamente, oprimiéndole contra su pecho, y le dijo: “¡Oh hijo mío Aladino! ¡no me censures con exceso por mi conduc­ta para contigo, y perdóname los ma­los tratos que te infligí! ¡Porque merece alguna excusa el afecto que experimento por mi hija única Badrú’l-Budur, y bien sabes que el co­razón de un padre está lleno de ternura, y que hubiese preferido yo perder todo mi reino antes que un cabello de la cabeza de mi hija bien­amada!” Y Contestó Aladino: “Ver­daderamente, tienes excusa, ¡oh pa­dre de Badrú'l-Budur! porque sólo el afecto que sientes por tu hija, a la cual creías perdida por mi culpa, te hizo usar conmigo procedimientos enérgicos. Y no tengo derecho a re­procharte de ninguna manera. Por­que a mí me correspondía prevenir las asechanzas pérfidas de ese infame mago y tomar precauciones contra él. ¡Y no te darás cuenta bien de toda su malicia hasta que, cuando tenga tiempo, te relate yo la histo­ria de cuanto me ocurrió con él!” Y el sultán besó a Aladino una vez más, y le dijo: “En verdad ¡oh Ala­dino! que es absolutamente preciso que busques ocasión de contarme todo eso. ¡Pero aun es más urgente desembarazarme ya del espectáculo de ese cuerpo maldito que yace ina­nimado a nuestros pies, y regocijar­nos juntos de tu triunfo!” Y Aladino dio orden a sus efrits jóvenes de que se levaran el cuerpo del maghrebín y lo quemaran en medio de la plaza del meidán sobre un montón de es­tiércol y echaran las cenizas en el hoyo de la basura. Lo cual se eje­cutó puntualmente en presencia de toda la ciudad reunida, que se ale­graba de aquel castigo merecido y de la vuelta del emir Aladino a la gracia del sultán.
    Tras de lo cual, por medio de los pregoneros, qué iban seguidos por tañedores de clarines, de timbales y de tambores, el sultán hizo anun­ciar que daba libertad a los presos en señal de regocijo público; y man­dó repartir muchas limosnas a los pobres y a los menesterosos. .Y por la noche hizo iluminar toda la ciu­dad, así como su palacio y el de Ala­dino y Badrú’l-Budur: Y así fue cómo Aladino, merced a la bendición que llevaba consigo, escapó por segunda vez a un peligro de muerte. Y aque­lla misma bendición debía aun sal­varle por tercera vez, como vais a saber, ¡oh oyentes míos!
    En efecto, hacía ya algunos meses que Aladino estaba de regreso y llevaba con su esposa una vida feliz bajo la mirada enternecida y vigilante de su madre, que entonces era una dama venerable de aspecto impo­nente, aunque desprovista de orgullo y de arrogancia, cuando la esposa del joven entró un día, con rostro un poco triste y dolorido, en la sala de la bóveda de cristal, donde él estaba casi siempre para disfrutar la vista de los jardines, y se le acercó, y le dijo: “¡Oh mi señor Aladino! Alah, que nos ha colmado con sus favores a ambos, hasta el presente me ha negado el consuela de tener un hijo. Porque ya hace bastante tiempo que estamos casados y no siento fecun­dadas por la vida mis entrañas: ¡Ven­go, pues, a suplicarte que me permi­tas mandar venir al palacio a una santa vieja llamada Fatmah que ha llegado a nuestra ciudad hace unos días, y a quien todo el mundo venera por las curaciones y alivios que pro­porciona y por la fecundidad que otorga a las mujeres sólo con la im­posición de sus manos...
    En esté momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, se calló discretamente.