西語閱讀:《一千零一夜》連載三十六 2

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Al punto el gran visir salió a co­municar la orden del sultán al jefe de los guardias, instruyéndole acerca de cómo debía arreglarse para que no se le escapara Aladino. Y acom­pañado por cien jinetes, el jefe de los guardias salió de la ciudad al canino por donde tenía que volver Aladino, y se encontró con él a cien farasanges de las puertas. Y en se­guida hizo que le cercaran los jine­tes, y lo dijo: “Emir Aladino, ¡oh amo nuestro! ¡dispénsanos por fa­vor! ¡pero el sultán, de quien somos esclavos, nos ha ordenado que te de­tengamos y te pongamos entre sus manos cargado de cadenas como los criminales! ¡Y no podemos desobe­decer una orden real! ¡Pero repe­timos que nos dispenses por tratarte así, aunque a todos nosotros nos ha inundado tu generosidad!”
    Al oír estas palabras del jefe de los guardas, a Aladino se le trabó la lengua de sorpresa y de emoción. Pero acabó por poder hablar, y dijo: ¡Oh buenas gentes! ¿Sabéis, al me­nos, por qué motivo os ha dado el sultán semejante orden, siendo yo inocente de todo crimen con respec­to a él o al Estado?” Y contestó el jefe de los guardias: “¡Por Alah, que no lo sabemos!” Entonces Aladino se apeó del su caballo, y dijo.: “¡Ha­ced de mí lo que os haya ordenado el sultán, pues las órdenes del sul­tán estás por encima de la cabeza y de los ojos!” Y los guardias, muy a disgusto suyo, se apoderaron de Aladino, le ataron los brazos, le echa­ron al cuello una cadena muy gorda y muy pesada, con la que también le sujetaron por la cintura, y cogien­do el extremo de aquella cadena le arrastraron a la ciudad, haciéndole caminar a pie mientras ellos seguían a caballo su camino.
    Llegados que fueron los guardias a los primeros arrabales de la ciudad, los transeúntes que vieron de este modo a Aladino no dudaron de que el sultán, por motivos que ignora­ban, se disponía a hacer que le cor­taran la cabeza. Y como Aladino se había captado, por su generosidad y su afabilidad, el afecto de todos los súbditos del reino, los que le vieron apresuráronse a echar a andar detrás de él, armándose de sables unos, y de estacas otros y de piedras y palos los demás. Y aumentaban en número a medida que el convoy se aproximaba a palacio; de modo que ya eran millares y millares al llegar a la plaza del meidán. Y todos gri­taban y protestaban, blandiendo sus armas y amenazando a los guardias, que a duras penas pudieron conte­nerles y penetrar en palacio sin ser maltratados. Y en tanto que los otros continuaban vociferando y chi­llando en el meidán para que se les devolviese sano y salvo a su señor Aladino, los guardias introdujeron a Aladino, que seguía cargado de ca­denas, en la sala donde le esperaba el sultán lleno de cólera y de an­siedad.
    No bien tuvo en su presencia a Aladino, el sultán, poseído de un fu­ror inconcebible, no quiso perder el tiempo en preguntarle qué había sido del palacio que guardaba a su hija Badrú’l-Budur, y gritó al porta­alfanje: “¡Corta en seguida la ca­beza a este impostor maldito!” Y no quiso oírle ni verle un instante más. Y el porta-alfanje se llevó a Aladino a la terraza desde la cual se dominaba el meidán en donde estaba apiñada la muchedumbre tu­multuosa, hizo arrodillarse a Aladi­no sobre el cuero rojo de las eje­cuciones, y después de vendarle los ojos le quitó la cadena que llevaba al cuello y alrededor del cuerpo, y le dijo: “¡Pronuncia tu acto de fe antes de morir!” Y se dispuso a dar­le el golpe de muerte, volteando por tres veces y haciendo flamear el sable en el aire en torno a él. Pero en aquel momento, al ver que el porta-alfanje iba a ejecutar a Aladi­no, la muchedumbre empezó a es­calar los muros del palacio y a for­zar las puertas. Y el sultán vio aque­llo, y temiéndose algún aconteci­miento funesto se sintió poseído de gran espanto. Y se encaró por el porta-alfanje, y le dijo: “¡Aplaza por el instante el acto de cortar la cabe­za a ese criminal!” Y dijo al jefe de los guardias:- ¡Haz que pregonen al pueblo que le otorgo la gracia de la sangre de ese maldito!'? Y aquella orden, pregonada en seguida desde lo alto de las terrazas, calmó el tu­multo y el furor de la muchedumbre, e hizo abandonar su propósito a los que forzaban las puertas y a los que escalaban los muros del palacio.
    Entonces Aladino, a quien se ha­bía tenido cuidado de quitar la ven­da de los ojos y a quien habían sol­tado las ligaduras que le ataban las manos a la espalda, se levantó del cuero de las ejecuciones en donde estaba arrodillado y alzó la cabeza hacia el sultán, y con los ojos llenos de lágrimas le preguntó: “Oh rey del tiempo! ¡suplico a tu alteza que me diga solamente el crimen que he podido cometer para ocasionar tu cólera y esta desgracia!” Y con el color muy amarillo y la voz llena de cólera reconcentrada, el sultán le dijo: “¿Que te diga tu crimen, mi­serable? ¿Es que finges ignorarlo? ¡Pero no fingirás más cuando te lo haya hecho ver con tus propios ojos!” Y le gritó: “¡Sígueme!” Y echó a andar delante de él y le condujo al otro extremo del palacio, hacia la parte que daba al segundo meidán, donde se erguía antes el pa­lacio de Badrú’l-Budur rodeado de sus jardines, y le dijo: “¡Mira por esta ventana y dime, ya que debes saberlo; qué ha sido del palacio que guardaba a mi hija!” Y Aladino sa­có la cabeza por la ventana y miró. Y no vio ni palacio, ni jardín, ni huella de palacio o de jardín, sino el inmenso meidán desierto, tal cómo estaba el día en que dio él al efrit de la lámpara orden de construir allí la morada maravillosa. Y sintió tal estupefacción y tal dolor y tal con­moción, que estuvo a punto de caer desmayado. Y no pudo pronunciar una sola palabra. Y el sultán le gritó: “Dime, maldito impostor, ¿dónde, está el palacio y dónde está mi hija, el núcleo de mi corazón, mi única hija?” Y Aladino lanzó un gran sus­piro y vertió abundantes lágrimas; luego dijo: “¡Oh rey del tiempo, no lo sé!” Y le dijo el sultán: “¡Escu­chame bien! No quiero pedirte que restituyan tu maldita palacio; pero sí te ordeno que me devuelvas a mi .hija. Y si no lo haces al instante o si no quieres decirme qué ha sido de ella, ¡por mi cabeza, que haré que te corten la cabeza!” Y en el límite de la emoción, Aladino bajó los ojos y reflexionó durante una hora de tiempo. Luego levantó la cabeza, y dijo: “¡Oh rey del tiempo! ninguno escapa a su destino. ¡Y si mi destino es que se me corten la cabeza por un crimen que no he cometido, ningún poder logrará salvarme! Sólo te pido, pues, antes de morir, un plazo de cuarenta días para hacer las pesqui­sas necesarias con respecto a mi es­posa bienamada, que ha desapareci­do con el palacio mientras yo estaba de caza y sin que pudiera sospechar cómo ha sobrevenido esta calami­dad te lo juro por la verdad de nuestra fe y los méritos de nuestro señor Mahomed (¡con él la plegaria y la paz!)” Y el sultán contestó: “Está bien; te concederé lo que me pides. ¡Pero has de saber que, pa­sado ese plazo, nada podrá salvarte de entre mis manos si no me traes a mi hija! ¡Porque sabré apoderarme de ti y castigarte, sea donde sea el paraje de la tierra en que te ocultes!” Y al oír estas palabras Aladino salió de la presencia del sultán, y muy ca­bizbajo atravesó el palacio en medio de los dignatarios, que se apenaban mucho al reconocerle y verle tan de­mudado por la emoción y el dolor. Y llegó ante la muchedumbre y em­pezó a preguntar, con torvos ojos: ¿Dónde esta mi palacio? ¿Dónde está mi esposa?” Y cuantos le veían y oían dijeron: “¡El pobre ha perdido la razón! ¡El haber caído en desgracia con él sultán y la proxi­midad de la muerte le han vuelto lo­co!” Y al ver que ya sólo era para todo el mundo un motivo de compa­sión, Aladino se alejó rápidamente sin que nadie tuviese corazón para seguirle. Y salió de la ciudad, y co­menzó a errar por el campo, sin saber lo que hacía. Y de tal suerte llegó a orillas de un gran río, presa de la desesperación, y diciéndose: “¿Dón­de hallarás tu palacio, Aladino y a tu esposa Badrú’l-Budur, ¡oh pobre!? ¿A qué país desconocido irás a bus­carla, si es que está viva todavía? ¿Y acaso sabes siquiera cómo ha desaparecido?” Y con el alma obs­curecida por estos pensamientos, y sin ver ya más que tinieblas y tris­teza delante de sus ojos, quiso arro­jarse al agua y ahogar allí su vida y su dolor. ¡Pero en aquel momento se acordó de que era un musulmán, un creyente, un puro! dio fe de la unidad de Alah y de la misión de Su Enviado. Y reconfortado con su acto de fe y su abandono a la voluntad del Altísimo, en lugar de arrojarse al agua se dedicó a hacer sus ablu­ciones para la plegaria de la tarde. Y se puso en cuclillas a la orilla del río y cogió agua en el hueco de las manos y se puso a frotarse los dedos y las extremidades. Y he aquí que, al hacer estos movimientos, frotó el anillo que le había dado en la cueva el maghrebín. Y en el mismo mo­mento apareció el efrit del anillo, que se prosternó ante él, diciendo: “¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla: ¡Soy él servidor del anillo en la tierra, en el aire y en el agua!' Y Aladino re­conoció perfectamente, por su as­pecto repulsivo y por su voz aterra­dora, al efrit que en otra ocasión hubo de sacarle del subterráneo. Y agradablemente sorprendido por aquella aparición, que estaba tan le­jos de esperarse en el estado mise­rable en que se encontraba, interrum­pió sus abluciones y se irguió sobre ambos pies, y dijo al efrit: “¡Oh efrit del anillo, oh compasivo, oh excelente! ¡Alah te bendiga y te ten­ga en su gracia! Pero apresúrate a traerme mi palacio y mi esposa, la princesa Badrú’l-Budur!” Pero el efrit del anillo le contestó: “¡Oh due­ño del anillo! ¡lo que me pides no está en mi facultad, porque en la tierra, en el aire y en el agua yo sólo soy servidor del anillo! ¡Y sien­to mucho no poder complacerte en esto, que es de la competencia del servidor de la lámpara! ¡A tal fin, no tienes más que dirigirte a ese efrit, y él te complacerá!” Entonces Ala­dino, muy perplejo, le dijo: “¡En ese caso, ¡oh efrit del anillo! y puesto que no puedes mezclarte en lo que no te incumbe, transportando aquí el palacio de mi esposa, por las vir­tudes anillo a quien sirves te ordenó que me transportes a. mí mismo al paraje de la tierra en que se halla mi palacio, y me dejes, sin hacerme sufrir sacudidas, debajo de las ventanas de mi esposa, la prince­sa Badrú’l-Budur!”
    Apenas había formulado Aladino esta petición, el efrit del anillo con­testó con el oído y la obediencia, y en el tiempo en que se tarda sola­mente en cerrar un ojo y abrir un ojo, le transportó al fondo del Magh­reb, en medio de un jardín magnífi­co, donde se alzaba, con su her­mosura arquitectural, el palacio de Badrú’l-Budur. Y le dejó con mucho cuidado debajo de las ventanas de-la princesa, y desapareció:
    Entonces, a la vista de su palacio, sintió Aladino dilatársele el corazón 'y tranquilizársele el alma y refres­cársele los ojos. Y de nuevo entra­ron en el la alegría y la esperanza. Y de la misma manera que está pre­ocupado y no duerme quien confía una cabeza al vendedor de cabezas cocidas al horno, así Aladino, a pe­sar de sus fatigas y sus penas, no quiso descansar lo más mínimo. Y se limitó a elevar su alma hacia el Creador para darle gracias por sus bondades y reconocer que sus desig­nios son impenetrables para las cria­turas limitadas. Tras de lo cual se puso muy en evidencia debajo de las ventanas de su esposa Badrú'l­Budur.
    Y he, aquí que, desde que fue arrebatada con el palacio por el ma­go maghrebín, la princesa tenía la costumbre de levantarse todos los días a la hora del alba, y se pasaba el tiempo llorando y las noches en vela, poseída de tristes, pensamientos en su dolor por verse separada de su padre y de su esposo bienamado, además de todas las violencias de que la hacía víctima el maldito magh­rebín, aunque sin ceder ella. Y no dormía, ni comía, ni bebía. Y aque­lla tarde, por decreto del destino, su servidora había entrado a verla para distraerla. Y abrió una de las ventanas de la sala de cristal, y miró hacia fuera, diciendo: “¡Oh mi se­ñora! ¡ven a ver cuán delicioso es el aire de esta tarde!” Luego lanzó de pronto un grito, exclamando: “¡Ya setti, ya setti! ¡He ahí a mi amo Aladino, he ahí a mi amo Aladinol ¡Está bajo las ventanas del pa­lacio...
    En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­ría, y y se calló discretamente.
    PERO CUANDO LLEGó LA 769 NOCHE
    Ella dijo:
    “¡Ya setti, ya settí! ¡He ahía mi amo Aladino, he ahí a mi amo Ala­dino! ¡Está bajo las ventanas del palacio!”
    Al oír estas palabras de su servi­dora, Badrú’l-Budur se precipitó a la ventana, y vio a Aladino, el cual la vio también. Y casi enloquecie­ron ambos de alegría. Y fue Badrú'l-Budur la primera que pudo abrir la boca, y gritó a Aladino: “¡Oh querido mío! ¡ven pronto, ven pron­to! ¡mi servidora va a bajar para abrirte la puerta secreta! ¡Puedes su­bir aquí sin temor! ¡El mago maldi­to está ausente por el momento!” Y cuando la servidora le hubo abierto la puerta secreta, Aladino subió al aposento de su esposa y la recibió en sus brazos. Y se besaron, ebrios de alegría, llorando y riendo. Y cuan­do estuvieran un poco calmados se sentaron uno junto a otro, y Aladi­no dijo a su esposa: “¡Oh Badrú'l-­Badur! ¡antes de nada tengo que pre­guntarte qué ha sido de la lámpara de cobre qué dejé eri mi cuarto so­bre una mesilla antes de salir de caza!” Y exclamó la princesa: “¡Ah! ¡querido mío, esa lámpara precisa­mente es la causa de nuestra desdi­cha! ¡Pero todo ha sido por mi cul­pa, sólo por mi culpa!” Y contó a Aladino cuanto había ocurrido en el palacio desde, su ausencia, y cómo, por reírse de la locura del vendedor de lámparas, había, cambiado la lám­para de la mesilla por una lámpara nueva; y todo lo que ocurrió después, sin olvidar un detalle. Pero no hay utilidad en repetirlo. Y concluyó di­ciendo: “Y sólo después de transpor­tarnos aquí con el palacio es cuando el maldito maghrebín ha venido a revelarme qué, por el poder de su hechicería y las virtudes de la lám­para cambiada, consiguió arrebatar­me a tu afecto con el fin de poseer­me. ¡Y me dijo que era maghrebín y que estábamos en Maghreb, su país!” Entonces Aladino, sin hacer­le el menor reproche, le preguntó: “¿Y qué desea hacer contigo ese maldito?” Ella dijo: “Viene una vez al día, nada más a hacerme una vi­sita, y trata por todos los medios de seducirme. ¡Y como está lleno de perfidia, para vencer mi resistencia no ha cesado de afirmarme, que el sultán te había hecho cortar la ca­beza por impostor, y que, al fin y al cabo, no eras más que el hijo de una pobre gente, de un miserable sastre llamado Mustafá, y que sólo a él debías la fortuna y los honores de que disfrutabas! Pero hasta aho­ra no ha recibido de mí, por toda respuesta, más que el silencio del desprecio y que le vuelva la espalda. ¡Y se ha visto obligado a retirarse siempre con las orejas caídas y la nariz alargada! ¡Y a cada vez temía yo que recurriese a la violencia! Pero hete aquí ya. ¡Loado sea Alah!” Y Aladino le dijo: “Dime ahora ¡oh Badrú'l-Budur! en qué sitio del pa­lacio está escondida, si lo sabes, la lámpara qué consiguió arrebatarme ese maldito maghrebín.” Ella dijo: “Nunca la deja en el palacio, sino que la lleva en el pecho continua­mente. ¡Cuántas veces se la he visto sacar en mi presencia para enseñár­mela como un trofeo!” ¡Entonces Aladino le dijo: “¡Está bien! pero ¡por tu vida, que no ha de seguir en­señándotela mucho tiempo! ¡Para eso únicamente te pido que me dejes un instante solo en esta habitación!” Y Badrú’l-Budur salió de la sala y fue a reunirse con sus servidoras